Germaine Gómez Haro
Los horrores de la segunda guerra mundial y la Guerra civil española arrojaron de Europa a numerosos poetas y pintores que buscaron refugio en nuestro continente. El grupo de surrealistas integrado por César Moro, Benjamin Péret y Remedios Varo, Leonora Carrington, José y Kati Horna, Eva Sulzer, Wolfgang Paalen y Alice Rahon, eligieron nuestra tierra atraídos por la idea del “país surrealista por excelencia” que tanto entusiasmó a André Breton y a Artaud. El medio cultural mexicano de la década de los cuarenta se vio profundamente influenciado por esta pléyade de creadores que insuflaron aires frescos al ya anquilosado contexto nacionalista, capitaneado principalmente por los muralistas y su discurso mexicanista. En la actualidad Varo, Carrington, los Horna y Paalen gozan de un gran reconocimiento internacional, mientras que el arte de Alice Rahon (Bretaña, Francia, 1904, México DF, 1987), por alguna inexplicable razón, permaneció un tanto marginado, especialmente después de su muerte. En 1986 fue motivo de una pequeña exposición antológica en el Museo de Bellas Artes, y las notas periodísticas del momento revelaron su condición triste y desolada, alejada del medio artístico que tiempo atrás la celebró como una de las más notables figuras del movimiento surrealista. Por eso es de aplaudir la magnifica exposición retrospectiva que se presenta en el Museo de Arte Moderno bajo el título Alice Rahon. Una surrealista en México (1939-1987), integrada por alrededor de ochenta obras, algunas de ellas nunca antes vistas en nuestro país, y una interesante selección de documentos y fotografías provenientes del archivo personal de la artista. Esta muestra que abarca cerca de cuatro décadas de creación, pone de manifiesto la diversidad temática y formal y el sorprendente lenguaje personal de esta creadora sui generis quien, además de espléndida poeta, incursionó en diversos campos, como el diseño de modas en París con la surrealista Elsa Schiaparelli, el diseño de vestuario y el guionismo para teatro y cine.
Alice Rahon se inició como poeta y formó parte del movimiento surrealista en París con su esposo Wolfgang Paalen. Su pasión por las culturas mal llamadas “primitivas” los llevó a emprender un viaje desde Alaska hasta México, donde fincaron su residencia en 1939. “Yo era poeta –confesó Rahon– pero al llegar aquí, la luz, los trajes de las indias, las flores, el cielo, me revelaron mi vocación.” Y efectivamente, Alice Rahon supo captar como pocos la riqueza visual y sensorial del México profundo y el espíritu lúdico e irracional de nuestro pueblo, y los plasmó en una pintura permeada de metáforas poéticas. A diferencia de Varo y Carrington, cuyos universos oníricos están ligados a un realismo fantástico, la pintura de Rahon se inclina en mayor medida hacia la abstracción, predominando las sugerencias y evocaciones por encima de la representación figurativa. Sus cuadros son musicales y aéreos, animados por una cadencia poética que desafía cualquier interpretación racional. Rahon es una pintora de sensaciones y atmósferas que consigue fusionar la delicadeza de su factura y una fuerte carga emotiva en obras sencillas y poderosas, de una sofisticación extrema: su estilo elegante y pleno de magia construye auténticos poemas visuales.
El espléndido guión curatorial de Teresa Arcq –apoyada por el galerista Oscar Román– propone un recorrido temático que expone las diversas preocupaciones y pasiones de la artista a lo largo de su trayectoria: la influencia del arte amerindio, la presencia de la naturaleza y el paisaje mexicanos, su gusto por construir ciudades imaginarias, su fascinación por nuestras manifestaciones populares, los mitos y leyendas universales, y un bestiario fantástico en el que predominan los gatos de miradas fulgurantes que de pronto parecieran su alter ego. Su lenguaje semiabstracto está conformado por signos y pictogramas que recuerdan las poéticas primitivistas de Klee y Miró, dos artistas siempre presentes en su creación. Estos signos funcionan como herramientas para descodificar la carga simbólica que subyace en todas sus obras, donde las figuras nunca llegan a ser plenamente reconocibles, sino más bien evocan presencias etéreas tocadas por la magia de su imaginación desbordada. Su delicada técnica a base de finas arenas y esgrafiados, y la sutileza de sus dibujos en tinta y gouache revelan un espíritu sereno, apacible y melancólico, que el espectador también percibe en su hermoso rostro captado por Manuel Álvarez Bravo, Walter Reuter y otros autores anónimos. Celebro el rescate de esta figura enigmática y profundamente evocadora que merece un lugar destacado entre las mejores pintoras de México en el siglo XX.
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