ACONTECIMIENTOS > FRANCIS BACON VUELVE A EL PRADO
Toda esa carne pintada
El Prado era el templo favorito de Francis Bacon, el museo que visitaba para estudiar las técnicas de Goya, El Greco y Velázquez, sus pintores de cabecera. Luego volvía a su estudio y descargaba esas lecciones sobre el lienzo, donde tomaban la forma de cuerpos violentados, pesadillas, anatomías criminales. Ahora y hasta abril, Bacon está de vuelta en su museo preferido: es objeto de una retrospectiva monumental con más de sesenta obras. Allí, a solas con las visiones del maestro oscuro, estuvo Rodrigo Fresán. Y vivió para contarlo.
Por Rodrigo Fresan (desde Madrid)
No cuesta nada imaginarse el milagro de recorrer un museo vacío de personas, pero cuesta mucho que ese milagro se haga realidad.
Yo tuve suerte.
Hace dos lunes, se abrieron para mí las puertas de El Prado y avancé por pasillos, doblé a la izquierda, y ahí estaba: la mega-retrospectiva dedicada a Francis Bacon. Más de sesenta obras aseguradas en 1.200.000.000 de euros cuya exhibición ha sido supervisada por tres comisarios. Un acontecimiento de acontecimientos.
Respiré hondo, tomé aire y entré y si hay algo extraño y portentoso en la idea de tener todo un museo para uno solo, ese algo se hace todavía más portentoso y extraño si varios de sus salas están dedicadas única y exclusivamente a este pintor inglés. Así, la extraña sensación –como de sueño despierto con los ojos bien abiertos, como si nos hubieran cancelado los párpados– de avanzar por las señoriales y feroces recámaras de la mansión en picada de Roderick Usher o los voraces salones del palacio de la memoria de Hannibal Lecter o los dolorosos galpones de la carnicería de Pinhead en Hellraiser. Colores más primales que primarios y toda esa carne pintada, todo ese músculo producto de un cerebro único y de un estilo que –como sólo sucede con los más grandes– se sabe Alfa y Omega, un comienzo y un final en sí mismo.
Y, de pronto, una revelación: un cuadro suelto de Bacon que puede llamarse “Niño paralítico andando a gatas” –en el contexto de una colección de muchas firmas– es como un grito mudo y ensordecedor; mientras que todos los cuadros de Bacon juntos y a solas acaban produciendo una sensación curiosamente relajante y benéfica. Como si –por una vez, contemplando la totalidad de una pesadilla, recordando y teniendo a disposición cada uno de sus detalles– se accediera, por fin, al dulce y genial sueño de un hombre profanamente santo cuya sagrada y pecadora misión fue la de poblar nuestro vulgar mundo con sus excelsos demonios.
SANGRE EN EL SUELO. PINTURA, 1986
UNO Y aquí están todos ellos. Enmarcados –como a él le gustaba– bajo cristales que reflejan a los mirones: “No utilizo ningún barniz y el vidrio ayuda a dar una cierta unidad al cuadro. También me gusta la distancia que el cristal produce entre lo que he hecho y el espectador. Me gusta que el objeto, por así llamarlo, esté lo más lejos posible”.
Y en El Prado, en su templo favorito, ahora cuelgan todos sus objetos.
Sus indiscutibles greatest hits (como el “Estudio del Papa Inocencio X de Velázquez”, los “Tres estudios para un autorretrato”, el “Retrato de John Edwards”, los “Tres estudios para una crucifixión” y “Tres estudios para figuras al pie de una crucifixión”, el “Tríptico en memoria de George Dyer”, los varios “Hombres en azul”, el “Estudio de un perro” y “Chimpancé”, entre tantos otros) así como sus, para mí, rarities por primera vez contempladas: “Un trozo de tierra baldía”, el “Estudio para un retrato de Van Gogh VI”, “Chorro de agua” o “Sangre en el suelo”.
Unos y otros, todos juntos ahora, en el sitio al que Francis Bacon regresaba una y otra vez para aprender de los métodos de Goya, El Greco y Velázquez –sus pintores de cabecera– para luego regresar a la escena de sus sublimes crímenes y aplicar lo comprendido como ningún otro. Se lo entiende –por una vez– casi pegando la nariz a los cuadros sin ningún guarda que nos exija guardar distancias: los motivos de Bacon -–de quien el próximo octubre se cumplirá un siglo de su nacimiento– son modernos, pero las motivaciones que regían sus pinceladas y sus colores tenían la densidad y el peso de lo clásico.
Al final de la muestra, en una entrevista filmada en blanco y negro, muy sixties, tirado en una cama junto a un reportero de la BBC, Bacon parece reírse seriamente de las vanguardias cuando dice: “Es que a mí siempre me interesaron las formas, el estudio profundo y disciplinado de las formas. En cambio, a Jackson Pollock... ¿Cómo es que se llama eso que hace él?”. “Expresionismo abstracto”, apunta el reportero, “Ah, sí... expresionismo abstracto”, suspira Bacon. Y cambia de tema.
Bacon entró aquí, a El Prado, por primera vez en 1956. Llegó, junto a un amigo, camino de Tánger, por entonces meca gay y artística. Volvió una y otra vez –hay fotos que lo muestran con el desprolijo e implacable aire de un detective privado estilo Columbo– para recorrer los salones como un vampiro en estado de gracia. En Madrid tuvo novios, bebía en su mesa del bar Cock, pintaba, fue feliz y aquí volvió –cansado de sus problemas de salud, acababan de extirparle un riñón comido por el cáncer– para, luego de un ataque de asma complicado por una neumonía, morir de un ataque cardíaco el 28 de abril de 1992.
No dejó mucha obra –se dice que tener cuatro Bacons basta para convertirte en un coleccionista de primera línea– pero lo suyo es inversión segura y a prueba de modas.
El 14 de mayo del 2008, Sotheby’s vendió al magnate ruso Roman Abramóvich el “Tríptico” de 1976 de Francis Bacon por 55.465.000 de euros. La suma más alta jamás pagada por un artista en subasta pública. Antes, el niño terrible de la plástica inglesa Damien Hirst había pagado 33.000.000 de dólares por su “Crucifixión” de 1933 declarando que “Bacon es el mejor. Es el último bastión de la pintura”. Y así el abuelo adorado por los Young British Artists marca Saatchi es, hoy, el más por siempre joven de todos ellos, cada vez más pasajeros y anticuados.
Aquí y ahora, leo en El País un muy buen texto de Francisco Calvo Serraller donde, en una frase, se explica la rara permanencia de Bacon en una época y en un ambiente en el que todo pasa y poco queda: “Bacon pintó desde la historia, con la historia y para la historia, o, si se quiere, desde el pasado, con el presente y para el porvenir”.
ESTUDIO PARA UNA CRUCIFIXION, 1962
DOS Francis Bacon nació el 28 de octubre de 1909 en Dublín, Irlanda. Descendía, más o menos directamente del filósofo isabelino que le prestó su nombre, no se sentía irlandés, tan sólo apreciaba a Constable y a Turner entre sus colegas nacionales, y tuvo una vida complicada marcada, suele ocurrir, por una infancia difícil.
Hijo de un militar criador de caballos y de una heredera de minas de carbón y fundiciones de acero, Francis –asmático, alérgico a caballos y a perros, aficionado desde muy pequeño a vestirse con ropa de mujer para desesperación de su riguroso padre quien muy pronto decidió que no podía verlo ni soportarlo salvo para azotarlo con una fusta– fue casi entregado a Jessie Lightfoot, una institutriz gótica que acostumbraba encerrarlo dentro de un cajón de cómoda. “Ese cajón fue mi origen”, declaró tiempo después Bacon quien siempre recordó que, luego del final, debía ser incinerado porque nada quería menos que volver a ser metido dentro de un cajón.
Bacon pasó fugazmente por colegios donde duraba poco y lo aguantaban menos (no estaba bien visto acudir a clase con tacos altos) y pronto estaba en Londres viviendo con tres libras a la semana, leyendo a Nietzsche y trabajando como mucamo por horas. En algún momento descubrió que resultaba atractivo a hombres con dinero y publicó un aviso en la prensa ofreciéndose como “acompañante”. Uno de sus empleadores –un amigo de su padre llamado Harcourt-Smith– se lo llevó al decadente Berlín de 1927. Allí ve películas que forman su deformación como Metrópolis, Napoleón, El acorazado Potemkin. Descubre, también, manuales médicos con fotografías de úlceras bucales. Y desde allí, cuando se aburrió, viajó a París donde visitó una muestra de 106 dibujos de Picasso en la galería de Paul Rosenberg. “¿Por qué no lo intento?”, se dijo entonces con audacia autodidacta.
Así empezó todo.
A finales de 1928 ya estaba pintando en Londres. Alquiló un estudio en un garaje reconvertido y lo transformó en el primero de sus, llamémoslos, “aceleradores de partículas”: las fotos de los estudios donde trabajó Bacon –se puede visitar la reconstrucción hasta el más mínimo detalle de uno de ellos, el de Reece Mews, en Kensington, Londres, en una sala de Dublín, en la Hugh Lane Gallery– son parte inseparable de su obra: espacios caóticos, detenidos en el instante preciso del derrumbe, vertederos sublimes, desperdicios suspendidos en el ámbar petrificante del genio. “Mi apuesta es que mis cuadros merezcan la National Gallery o el tacho de basura”, dijo.
Pronto, Bacon era el futuro del presente. Pronto, en 1933 firmaba la boca abierta de su primera “Crucifixión”, estaba en boca de todos, Wyndham Lewis lo definía como “uno de los artistas más poderosos que hay hoy en Europa... en perfecta sintonía con su tiempo” y comenzaba su elevación a los altares y a las paredes de los mejores y mejor cotizados salones mientras Bacon pintaba seres derrumbados en las ruinas del Londres de posguerra.
Es, también, el principio de la leyenda: aquí viene un hombre rico huésped de hoteles cinco estrellas con costumbres de mendigo y viviendo en un departamento “que recordaba a una celda”, un hooligan súbitamente afeminado o viceversa, un ser al que Margaret Thatcher etiqueta como “ese hombre horrible que pinta cuadros espantosos”, alguien que destruye buena parte de su obra temprana para no dejar rastros (al morir, entraron en su estudio y encontraron al menos cien cuadros destrozados) y que gana y pierde pequeñas fortunas en Montecarlo y se enreda en affaires con tipos peligrosos y, en especial, con George Dyer, el gran amor al que, dice, conoce en el momento exacto en el que lo sorprende robando su apartamento. Dyer se suicida en París, la noche en que se inaugura la retrospectiva de Bacon de 1971. Al año siguiente Bacon conoce a John Edwards, un iletrado que se convertirá en su “hijo” y heredero universal quien, en 1998, recordó: “Cuando Francis pintaba era un drama. Me parecía como si estuviera luchando con el lienzo. Cuando no estaba contento con un cuadro, él o yo lo destruíamos acuchillándolo de arriba abajo y luego de un lado a otro hasta dejarlo hecho trizas. Otras veces los pisoteábamos”.
Observar todo esto –como si fuera un cuadro menor de Bacon– en el un tanto melodramático y mitificador film Love is the Devil (de 1998) –con Derek Jacobi como Francis Bacon y Daniel Craig como George Dyer– donde el Soho bohemio de entonces se nos presenta como una romántica Tierra Prometida para ángeles caídos. A Bacon, seguro, no le habría gustado este film porque la suya no le parecía una vida interesante: “Yo y la vida que he vivido acabamos inspirando más curiosidad que mi obra. A veces, cuando pienso en ello, preferiría que todo lo que se sabe de mí explotase y desapareciera al morir”.
No fue exactamente así, pero su vida pasó y lo que hizo permanece.
El 11 de septiembre del 2008 se inauguró la mayor retrospectiva de Francis Bacon en la Tate Britain, en Londres, que ya le había dedicado dos retrospectivas en vida.
Y esa, con mínimos cambios y ajustes, es la retrospectiva –próxima y última escala: verano del 2009, Metropolitan, N.Y., del 20 de mayo al 16 de agosto– que ahora y hasta el 19 de abril está en El Prado donde estoy yo, a solas, pero con Francis Bacon.
La gran exposición en la que Bacon vuelve a El Prado –su obra y no su vida, como le hubiera gustado a él– para, agradecido, revolucionar el espíritu tradicional de un museo que revolucionó a su espíritu transgresor cuando, a puertas cerradas, se lo abrían los lunes para que él lo visitara como un futuro fantasma inspeccionando la que ahora, definitivamente poseída, es su casa embrujada favorita.
TRES Y, claro, se ha escrito tanto sobre Francis Bacon. Se ha escrito, incluso, un muy buen policial à la Patricia Highsmith cruzada con J. G. Ballard: Spiral, de Joseph Geary (lo leo en el tren de ida, de camino a Madrid) donde la figura de Bacon aparece apenas velada tras la máscara del pintor maldito Frank Spira.
Pero –a veces pasa– las mejores definiciones de su arte son las que propone el propio artista. En el indispensable catálogo de la muestra se cita un texto de 1955, escrito para el Museum of Modern Art de New York, donde Bacon explica: “Me gustaría que mis cuadros dieran la impresión de que por ellos hubiera pasado un ser humano como un caracol, dejando un rastro de la presencia humana y un vestigio de memoria de sucesos pasados, como el caracol deja su baba. Yo creo que todo el proceso de este género de forma elíptica depende de la ejecución del detalle, y de cómo se rehacen las formas o se desenfocan ligeramente para dar entrada a sus vestigios de memoria”.
Así, Bacon regresaba una y otra vez a El Prado convencido de que “uno de los escasísimos medios que existen de enriquecer realmente la vida es a través de las grandes obras que han dejado unos cuantos individuos”.
En la última sala de la exposición, la obra deja lugar a la vida y Bacon se nos presenta como uno de esos hombres que ha dejado un rastro caracoloreado en nuestra memoria. Allí, instantáneas de máquina fotomatón, recortes, notas manuscritas, fotografías de cadáveres, páginas de crónicas taurinas, papeles manchados arrancados de paredes de estudios y extraídos de valijas muy viajadas y hoy a menudo expuestas y reproducidas (hay todo un libro, Detritus, con forma de maleta clonada y precio de 75.000 euros sobre las valijas de Bacon) como si se trataran de obras de arte. Pedazos superficiales de la profunda existencia de alguien que -–frases sueltas, unidas por una sola voz, dentro de un catálogo– siempre entendió al realismo “como un intento de capturar la apariencia con el cúmulo de sensaciones que la apariencia despierta en mí. Quizá el realismo sea siempre subjetivo cuando se expresa con mayor hondura... Lo importante es hacer a la persona con el aspecto con que tú la ves mentalmente. La persona debe estar ahí para que puedas cotejar con la realidad, pero sin dejarte llevar por ella, sin ser su esclavo... Un cuadro debería ser más bien recreación de un suceso que ilustración de un objeto; pero en el cuadro no hay tensión si no hay lucha con el objeto... En cierto modo, se hace más difícil pintar. Se es más consciente de que todo tiene nueve décimas partes no esenciales. Lo que se llama ‘realidad’ se vuelve mucho más aguda. Las pocas cosas que importan se concentran mucho más y se pueden resumir en mucho menos... Yo sólo intento quitarme imágenes del sistema nervioso con la mayor exactitud que me sea posible. La mitad de ellas ni siquiera sé lo que quieren decir. Yo no intento decir nada... Las Furias me visitan con frecuencia”.
ESTUDIO PARA UNA CRUCIFIXION, 1962
CUATRO “Tenía la esperanza de pintar el mejor cuadro de un grito humano, pero no fui capaz. Probablemente el mejor grito humano de la historia lo hizo Poussin en su ‘La matanza de los inocentes’”, dijo Bacon.
Saliendo de El Prado, de Baconlandia, las puertas cerrándose a mis espaldas, se experimenta, sí, el efecto residual de la exposición directa a tanto Bacon. Así, lo que adentro nos acababa pareciendo normal, afuera produce una vértigo de espanto. No es el efecto de convertir a Bacon en emociones descarrilladas conseguido por Bernardo Bertolucci en Ultimo tango en París. Ni siquiera es la funcional mediocridad de Adrian Lyne baconizando los muy logrados efectos especiales de Jacob’s Ladder. ¿Y cómo es que a nadie se le ocurriera en su momento filmar una versión Swingin’ London de El retrato de Dorian Gray con cuadros de Bacon? Ahora, las personas -–para muchas ellas Bacon no es ni será otra cosa que la carne de un sandwich– me parecen cuadros de Bacon. Pero cuadros de Bacon muy mal pintados –no gritan, son apenas gritones– y, por las dudas, uno esquiva los espejos.
Esa noche, en una pantalla de televisor de hotel, en un noticiero –luego de los boletines de la crisis y las peleas entre el PSOE y el PP– se emite un segmento sobre Bacon en El Prado. Y, al final, se entrevista a la monja hospitalaria que atendió al pintor durante sus últimas horas y le cerró los ojos de su última mirada en la habitación número 417 del Hospital Clínica Ruber.
La monja –tomo nota– se llama Sor Mercedes y pertenece a la Orden de las Siervas de María. Su rostro es severo pero dulce, nada Bacon. En el reportaje, la religiosa recuerda: “Pintaba cositas... toros y toreros. Era muy amable. Llegó muy malito. Y se murió de pronto”. Después, enseguida, pasan imágenes de un partido de fútbol y el siempre impreciso pronóstico meteorológico.
La mañana siguiente es soleada y fría y, de camino a tomar el tren de regreso a Barcelona, paso frente al edificio del Hospital Clínica Ruber.
No lo pienso demasiado y entro y subo y busco y encuentro y siempre me pregunté por qué (aunque entiendo a la perfección los motivos) no se ponen placas conmemorativas en las habitaciones de hospital donde murió una celebridad.
En cualquier caso ahí está: número 417. Llamo a la puerta y no me responden. Giro el picaporte. La habitación –el cuadro que la decora no es de Bacon, claro; me temo que Bacon no tiene las propiedades supuestamente curativas de los impresionistas– está limpia y vacía. Tan vacía como estaba El Prado el lunes que yo fui a visitarlo y lo encontré tan lleno de Bacon.
Me pregunto si, el próximo abril, todos esos cuadros se dejarán descolgar de todas esas paredes sin resistirse, sin exorcismo previo, sin aferrarse con uñas y dientes, sin lanzar alaridos asustando a majas y a meninas y a reyes y reinas.
Van a tener que arrancarlos a golpes, pienso mientras arranca el tren de regreso y me digo que, por suerte, yo ya no estaré aquí para ver la ascendente caída de la Casa Bacon.
UNO DE LOS TRES ESTUDIOS PARA UN AUTORRETRATO, 1979
El autor agradece la colaboración
de Carlos Alberdi y del Museo del Prado
para la escritura de esta nota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario