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Manuel López Oliva • La Habana
Aún lo recuerdo con nitidez. Salíamos de la Escuela Nacional de Artes Plásticas, de esa construcción antropomórfica con laberintos y cúpulas concebida por el arquitecto Ricardo Porro, dirigiéndonos en la ruta 32 o en la 64 a la Cinemateca de Cuba, donde grabábamos la música de Los Beatles (que frecuentemente aparecía en el Noticiero ICAIC), valiéndonos de una pesada y vieja grabadora de cinta. Teníamos el permiso de Héctor García Mesa, entonces director de ese "museo cubano de filmes", al que conocimos por medio de uno de nuestros profesores, también cinéfilo de buenas obras: Servando Cabrera Moreno. Esa institución vedadense de 23 entre 10 y 12 contribuía a nuestra formación para el arte, no solo porque nos permitía acceder a sonoridades que entonces no transmitía la radio ni se escuchaban en sitios públicos, sino porque también nos ofrecía —sobre todo los fines de semana— entrar gratuitamente a las proyecciones que nos ponían en contacto con buena parte de la historia del cine mundial, desde las ocurrencias de Méliès y la gracia petrificada de Buster Keaton, hasta todas esas imágenes de Eisenstein, el Expresionismo, Bergman, Buñuel, los renovadores franceses, el Neorrealismo italiano, Orson Welles y Hitchcock o el brasileño Glauber Rocha. Hubo una pieza de teatro de Peter Weiss llevada al cine por Peter Brook ―Marat/Sade― que desató en nosotros disímiles interrogantes sobre el realismo, la disección histórica expresada en los productos imaginativos y el sentido paródico de las visiones. Era un filme identificado con una parte de la obra de Goya, que tanto nos interesaba.
De alguna manera, lo que veíamos en cine compensaba, como asimismo lo hacía la literatura, una indudable carencia que padecíamos por razones conocidas: la de actualizados libros y revistas de arte con ilustraciones. Quienes acudíamos a los ciclos temáticos y semanas de países organizadas por la Cinemateca, y tratábamos de no perdernos tampoco las producciones de autores de múltiples nacionalidades que se exhibían en las salas de estreno, reconocemos la significativa impronta que tuvo el Séptimo Arte en el diseño de nuestra percepción y del modo de asumir el lenguaje artístico. Me parece estar mirando a muchos pintores ya reconocidos (como el propio Servando, Raúl Martínez, Fayad Jamís, Sandú Darié y Antonia Eiriz) coincidir con nosotros en el deleite y los comentarios sobre las "puestas en pantalla". Y también, participar de los diálogos sobre algún filme, extendidos a las aulas y talleres de pintura, escultura, grabado, historia del arte y filosofía. Cintas como La fuente de la virgen y El séptimo sello, El proceso, Desierto rojo o Dios y el Diablo en la tierra del Sol fueron objetos de análisis en colectivo, que además de abordar signos y metáforas inherentes a esa expresión en movimiento, trataban de deslindar de ellos los aspectos puramente plásticos.
No es descabellado afirmar que el despegue de nuestra generación cultural, en aquel "tiempo de la cultura", estuvo en parte marcado por lo que nos transmitían las películas en los aspectos sensoriales, constructivos y semióticos. Lo que en los últimos años ha ocurrido con la repercusión sobre la plástica del arte video, la publicidad televisual y las expresiones digitales, para nuestra etapa juvenil de artistas lo representó el cine. Quienes en aquellos años experimentábamos una diaria e ilusionada fijación de vivencias e información numerosa, no solo integrábamos el "nuevo público de cine" que la variadísima programación hizo posible, sino que igualmente vivíamos el consumo de lo cinematográfico como una experiencia educativa en términos de oficio artístico. No por gusto en mi obra pictórica, primero en aquellas realizaciones juveniles de la Escuela Nacional de Arte (ENA) de Cubanacán, finalmente en lo que hago desde inicios de los 90, han perdurado las enseñanzas de los planos y toda la visualidad cinematográfica. Si se indagara en los artistas que consciente o inconscientemente bebíamos de los filmes en los 60, se detectarán disímiles formas de manifestarse en las obras esa influencia.
Pero bastaría, quizá, recordar que Raúl Martínez y Servando Cabrera figuraron entre quienes aportaron imágenes a los "afiches" cubanos de cine; que Sandú Darié produjo con el cineasta Pineda Barnet un corto fílmico de Arte Cinético titulado Cosmorama, o que Fayad Jamís quería asumir en la dinámica pictográfica determinadas equivalencias de simultaneidad, desplazamiento y rotación de la imagen percibidas en las obras fílmicas. Una de las veces que conversé con "Ñica" Eiriz, la que había figurado entre mis profesores de la Escuela Nacional de Arte, me reveló que cuando estaba sentada en la sala oscura, apreciaba las cambiantes fotografías de algunas películas, sobre todo las expresionistas, a modo de pinturas y grabados en sucesión dentro de la pantalla. Otro artista que nos topamos en la Cinemateca en más de una ocasión, era el pintor español Antonio Saura, que en sus viajes a La Habana había estado en contacto con nosotros y tuvimos con él un aleccionador encuentro de trabajo de esos que hoy llaman "taller". Hubo en esa década de creatividad y utopías una constante interrelación entre gentes del cine y artífices de la plástica y el diseño. Los cineastas se inspiraban en las obras de arte detectadas en los Museos o en casas de los artistas; con las delegaciones de cine viajaban al exterior profesores de Historia del Arte en condición de "guías" que explicaban al colectivo las visiones plásticas vistas; y uno de los directores, Rogelio París, usó a alumnos de plástica en la elaboración de los créditos de su fundacional mediometraje titulado Despegue. Directores de cine y de fotografía, actores y guionistas asistían a las exposiciones de las galerías, dialogaban con los de nuestro "gremio" y leían más o menos lo mismo que leíamos los dibujantes, pintores, diseñadores y escultores. Aquel fenómeno de intercambio de claves y soluciones de la estética, que Bretón definió como "relación de vasos comunicantes", era un estilo ordinario de existencia en un ambiente cultural que daba prioridad al enriquecimiento espiritual. De ahí provienen los estilos que hicieron de la cartelística del ICAIC ―cuyos ejemplares solían ser coleccionados― especies de cuadros y dibujos para colocar en las "sombrillitas" de calles establecidas para ese fin; y así mismo existieron cortometrajes de ficción y documentales que usaban a la plástica como reafirmadora de sentido, registro de referencias históricas, identificador de ambiente y medio simbólico. Al respecto pueden citarse, entre otros, Lucía, de Solás; La última Cena, de Titón; Habanera, de Pastor Vega, además de Páginas del Diario de José Martí, de Massip. Esta última cinta incluyó a quien era entonces mi condiscípulo en pintura, Pedro Pablo Oliva, refiriéndose a la relación que tuvo su abuelo con la muerte de Martí. El caso de algunos de los documentales de Santiago Álvarez es otro que debe señalarse. En un artículo que publiqué en el desaparecido periódico El Mundo (diciembre 13 de 1968) escribí que en LBJ: "… contrastes entre secuencias lentas y avalanchas, panorámicas y planos medios, permiten una tónica violenta que tanto definen los valores plásticos".
Cuando nuestra creación plástica y nuestro cine se acoplaban así, no había tantas falsas jerarquías o intereses egoístas escondidos tras propósitos "culturales", ni producción artística que necesitara regirse por las condiciones de mercado o por ciertos reduccionismos "curatoriales". Tampoco la burocracia de conciencia había desatado dicotomías artificiales y equívocos regresivos. Todos ―plásticos y cineastas, teatristas y músicos cultivados, escritores y danzarines, teóricos y funcionarios― sentíamos similar interés y alegría por los proyectos y logros de los distintos campos de la ejecutoria cultural. El cuadro o el grabado y la película, el poema o la novela, el espectáculo danzario y la pieza teatral, el estudio investigativo y la gestión cultural eran, indirectamente, también un resultado de los demás procesos particulares de la literatura, el arte, la estética y la llamada "gestión cultural". Ello explica mucho de lo valioso gestado. La Habana, marzo de 2009 |
La Jiribilla. Revista de Cultura Cubana
La Habana, Cuba. 2009.
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