Carlos Bonfil
Las narrativas de la enfermedad han sido un tema permanente en el cine, tanto en la propuesta comercial como en el llamado cine de arte. En un ensayo aparecido recientemente en el libro Signs of Life: Medicine & Cinema, editado en la Gran Bretaña por Graeme Harper y Andrew Moore, el investigador Brian Glasser hace un repaso de cómo el cine ha ilustrado la enfermedad y la relación médico-paciente a través de estrategias narrativas muy variadas. Al ser la enfermedad un tema de interés universal, con una fuerte carga emocional (todo espectador ha tenido en algún momento un padecimiento clínico, o por lo menos lo ha presenciado en seres cercanos), el cine aprovecha su potencial de dramatismo y la manera en que su aparición suele provocar en los individuos respuestas inesperadas.
En el caso de un burócrata japonés sexagenario, cuya vida transcurre monótona y casi sin sentido, la súbita declaración de un cáncer gástrico opera en él cambios sustanciales. Consciente del poco tiempo que le queda de vida, el protagonista de Vivir (Ikiru, 1952), de Akira Kurosawa, se dedicará por completo a la construcción de un jardín de juegos para los niños de su barrio. Algo similar sucede con la joven Judith Traherne (Bette Davis) en Dark Victory (Goulding, 1939), cuya existencia despreocupada y alegre se verá alterada por un accidente, la caída de un caballo, que le ocasiona problemas de visión y fuertes cefaleas que a la postre serán diagnosticadas como un tumor cerebral. El cambio en su personalidad es tan notable que llega a seducir al médico que la atiende, y la conciencia del desenlace inevitable será el ingrediente de un melodrama tan conmovedor como edificante. A pesar de la reticencia inicial de los productores (“¿A quién puede interesarle una película dónde la protagonista muere de cáncer?”), la respuesta del público es entusiasta. La triste historia de amor rivaliza con cualquier otra narrativa de pasiones contrariadas (y enaltecidas) por el destino.
Hollywood aprovecha entonces la visión oscura de la enfermedad como proceso irreversible y trágico, dejando de lado (o para excepciones en la comedia) cualquier otro padecimiento crónico. Hay el ejemplo en The doctor (Randa Haines, 1991) de un cirujano (William Hurt), profesional y frío en su trato con los pacientes, que al sucumbir él mismo a una enfermedad terminal, se humaniza por completo, identificándose plenamente con el sufrimiento ajeno. En otra película de Kurosawa, El ángel ebrio (1948), un hombre y su médico descubren que padecen una enfermedad grave, lo cual crea insospechados vínculos afectivos que les permiten sobreponerse a un primer reflejo de rechazo mutuo.
En narrativas más recientes, como Las invasiones bárbaras, del canadiense Denys Arcand, o la película pionera sobre el sida, Juntos para siempre (Longtime companion), de Norman René, o en Los testigos, de André Téchiné, donde la enfermedad terminal crea poderosos núcleos de solidaridad sentimental, muy distintos en tono a las vigorosas reivindicaciones personales que hace el enfermo de su propia vida en el umbral del deceso, en Las noches salvajes, de Cyril Collard, o en Tiempo de vivir, de Francois Ozon.
El cine ha adaptado su visión de la enfermedad, y el aprovechamiento de sus posibilidades dramáticas, en consonancia con la actualidad médica. Hubo la época en que el glamour del sufrimiento terminal lo acaparaban las cortesanas de buenos sentimientos, víctimas de la tuberculosis (Camille en La dama de las camelias), o las mujeres fatales aquejadas por la sífilis (Mildred en Servidumbre humana); cuando estas narrativas pasaron de moda, se impuso el cáncer terminal como metáfora máxima de la caída física y la regeneración moral de los protagonistas, hasta llegar a las pestes y epidemias que arrasaban poblaciones enteras (cintas de desastres) o abreviaban la existencia y dolor de un amante no correspondido (Muerte en Venecia), y finalmente al sida, con su larga cadena de prejuicios sociales y paranoias colectivas, flagelo de las minorías sexuales, pesada lápida que una sociedad bien pensante coloca sobre una época de permisividad sexual. Los padecimientos de moda, de orden ambiental o alimenticio (males respiratorios, obesidad, hipertensión) generarán otras narrativas fílmicas; hay guionistas, productores y realizadores dispuestos a aprovechar de lleno los novedosos arsenales dramá
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