Una de las fotografías que se exponen en Coney Island.
Amigos del psicoanálisis
ANDREA AGUILAR - Nueva York - 23/08/2009
Fue un amor no correspondido. Pero estos idilios a veces son difíciles de olvidar. Las teorías del padre del psicoanálisis han fascinado a sucesivas generaciones de neoyorquinos y probablemente Nueva York es el lugar con mayor número de divanes del mundo. Sin embargo, Sigmund Freud no quedó en absoluto impresionado cuando visitó la ciudad. El doctor desembarcó allí en el verano de 1909, en su primera y única visita a Estados Unidos. Tenía 53 años y había publicado un par de libros. Sus teorías sobre el subconsciente y los sueños aún no eran muy conocidas, pero despertaban un creciente interés entre la comunidad científica. La Universidad de Clarke le invitó para que pronunciara unas conferencias. Fue la oportunidad para escuchar de primera mano los descubrimientos del austriaco.
La artista Zoe Beloff usa películas caseras compradas en mercadillos
El padre del psicoanálisis viajó acompañado por Carl Jung y Sandor Feranzi a bordo del transatlántico George Washington. Al día siguiente de su llegada se acercó a Coney Island, el gran centro recreativo de Brooklyn que atraía a cientos de visitantes con su oferta de diversión, sorpresa y maravilla. A medio camino entre el circo y el parque de atracciones, allí se gestaba la versión moderna del entretenimiento de masas. Al doctor el parque no le gustó. Ni los millones de bombillas, ni la delirante arquitectura del recinto le impresionaron. Tampoco las atracciones. Además, la comida estadounidense le amargó gran parte del viaje.
Un siglo después de aquella visita, el Museo de Coney Island rinde homenaje a Freud con una exposición creada por la artista multimedia escocesa Zoe Beloff. La muestra gira en torno a La Sociedad Amateur de Psicoanálisis de Coney Island. Esta misteriosa asociación supuestamente agrupó durante décadas a seguidores de las teorías de Freud, que rodaron una serie de cortos con los que trataban de interpretar sus sueños.
En línea con la mejor tradición de Coney Island, entre la realidad y la ficción, la exposición de Beloff traza los perfiles imaginarios de los miembros de este círculo de amigos del psicoanálisis. Albert Grassman, según la muestra, fue el fundador del peculiar círculo de autodidactas y Charmion de Forde la millonaria heredera que ejercía, a lo Peggy Guggenheim como mecenas de la asociación. Los filmes muestran desde las frustraciones de un ama de casa en los sesenta hasta el extraño sueño en blanco y negro de un hombre que muta en oso. Un breve texto al final de cada corto ofrece la interpretación freudiana. "He creado esta sociedad como un medio para expresar los sueños y deseos de varias generaciones de neoyorquinos que vivieron, trabajaron o disfrutaron de Coney Island", explica la artista.
Beloff encontró un gran número de películas caseras en mercadillos dispersos por Nueva York. A partir de ahí empezó a fabular. "Creo que estas cintas son una ruta al subconsciente, ofrecen una serie de claves similares a las que Freud descubrió en sueños, bromas y lapsus. Las películas amateur a menudo cuentan mucho más de lo que sus creadores en un principio se propusieron".
La exposición recoge también un delirante proyecto supuestamente inventado por Albert Grassman, un diseñador de atracciones que se acercó a las teorías de Freud cuando prestaba servicio en el frente durante la I Guerra Mundial. A su vuelta diseñó un parque con pabellones que representaban las teorías freudianas. Una serie de edificios interconectados por el "tren del pensamiento" daban forma a la líbido, al censor y al inconsciente. Beloff ha construido la maqueta de este proyecto y muestra los dibujos cuya autoría adjudica al misterioso Grassman.
Gran meca de la diversión popular, donde espabilados comerciantes supieron hacer negocio y arte de lo grotesco, la decadente Coney Island mantiene hoy en día un extraño sabor a libertad. Poco queda de los espectaculares parques que Freud visitó, apenas una decena de calles. Pero la diversión aquí todavía escapa los límites de lo políticamente correcto. Subido a un pequeño escenario el maestro de ceremonias Scott Baker, acompañado de una mujer con una cobra al cuello y un hombre con el rostro tatuado, animaba al público a entrar en la última atracción de feria que queda en el parque. "Pasen y vean las maravillas aterradoras de la mujer cobra", gritaba un sábado de agosto. "Todos seguimos siendo niños". Freud estaría de acuerdo.
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